Justificación económica de los sistemas agropecuarios saludables
Por Ginya Truitt Nakata, Ex-Directora de Tierras, América Latina
Todos conocemos la fábula de la gallina que ponía huevos de oro, uno cada día, y cómo su dueño decidió matarla y abrirla para sacar todos los huevos que seguramente tenía adentro.
Si bien la historia se conoce como una moraleja de lo que podría pasar cuando la avaricia se apodera de nosotros, su mensaje subyacente también puede expresar la necesidad de un equilibrio al hacer frente a los retos de combinar el aumento de la productividad con la conservación de los recursos que hacen posible esa productividad.
La agricultura es única como sector económico porque, al igual que los huevos de la gallina, depende totalmente de la salud de los recursos en donde se desarrolla, en este caso el agua y la tierra, junto con la biodiversidad de las tierras agrícolas y las áreas naturales circundantes. Para alcanzar rentabilidad y productividad, los productores deben hacer uso constante de estos recursos, que a su vez se ven profundamente afectados por su uso.
Durante muchas generaciones, los humanos han buscado aumentar la productividad agropecuaria por diferentes medios. Sin embargo, el enfoque del siglo pasado en el rendimiento y el monocultivo, que llevó a una sobredependencia en fertilizantes y pesticidas inorgánicos, ha disminuido la salud de la tierra y el agua y ha afectado negativamente la biodiversidad. Lo mismo ha sucedido con la práctica de expandir las tierras agrícolas y ganaderas indiscriminadamente en áreas sensibles para el medio ambiente. Solo recientemente hemos llegado a comprender cuán dañinas han sido esas técnicas para la salud del capital natural del cual depende la agricultura.
Todo esto hace que los agroecosistemas modernos, en su intento de intensificación, tengan una resiliencia débil, y las transiciones hacia la sostenibilidad deberán centrarse en estructuras y funciones que mejoren la resiliencia a la vez que satisfacen la meta primaria de producción alimentaria. Hasta ahora, la intensificación agrícola ha estado asociada con sacrificios en el equilibrio ecológico, y esto es lo que debe cambiarse al pasar a sistemas agropecuarios que no solo sean ecológicamente resilientes, sino también más productivos precisamente porque son más resilientes.
En años recientes, el reconocimiento de que la producción agropecuaria mundial deberá duplicarse para mediados de siglo a fin de responder al crecimiento proyectado de la población ha chocado con ciertas realidades alarmantes. Como se ha reportado en un artículo publicado recientemente en Bloomberg, los hábitats naturales que pueden convertirse en tierras cultivables ya están casi agotados, y cualquier beneficio a corto plazo en tierras cultivables obtenido como consecuencia del cambio climático se verá neutralizado por tierras que se volverán inadecuadas por el clima cambiante.
De hecho, es por esto que los agronegocios se están interesando cada vez más en la idea de pasar a sistemas agropecuarios saludables, como lo que hemos estado promoviendo y manejando en The Nature Conservancy (TNC). Este enfoque apunta directamente al corazón mismo del comercio agropecuario al enfatizar la necesidad de aumentar la productividad y mejorar la rentabilidad a nivel de las fincas y a lo largo de la cadena de valor. Y esto se realiza a la vez que se procuran lograr metas ambientales como la regeneración y enriquecimiento del suelo, la captura de carbono, la biodiversidad, la conservación de hábitat y la mejora de las cuencas. En otras palabras, busca conservar los recursos agrícolas en su máximo potencial productivo.
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Un elemento clave en este enfoque es el objetivo de aumentar la producción al obtener más rendimiento de las tierras cultivables actuales, como se hizo en la segunda mitad del siglo XX, en vez de la indiscriminada expansión de la frontera agrícola, lo cual resultó ser menos productiva. La intensificación agrícola, y no la expansión de las tierras agrícolas, fue el principal impulsor del gran aumento en la producción de alimentos per cápita que ocurrió con el tiempo. En otras palabras, si bien la población mundial estaba creciendo, la producción de alimentos superó bastante a ese crecimiento, y en gran parte usando las tierras agrícolas actuales. El problema es que esto ocurrió a costa de la salud de las tierras cultivables mismas, junto con el hábitat circundante, que en general se degradaron como consecuencia del aumento en la producción.
Por eso, debemos amplificar el cambio a sistemas agropecuarios saludables, a fin de revertir esta degradación de los recursos y restaurar la salud de las áreas agrícolas, y con eso su capacidad para aumentar la producción.
Estudios recientes muestran que lleva solo tres años recuperar la inversión cuando se mejoran las tierras agrícolas existentes —y se las hace más saludables, más productivas y más sostenibles—, mientras que se tarda más de cinco años obtener beneficios cuando se convierten hábitats naturales en tierras agrícolas. Y este cálculo no incluye los costos adicionales en el largo plazo asociados con la conversión de áreas naturales en sistemas no regenerativos, tales como el costo del agotamiento de la calidad del suelo y la disminución de las fuentes de agua.
A la luz de esto, algunos inversionistas y comerciantes están empezando a ver este balance final de manera más clara, al reconocer qué está mal con las prácticas agropecuarias actuales y cómo podemos mejorarlas para que sean más rentables. Por su parte, Paul Polman, Director Ejecutivo de Unilever, hizo notar recientemente, en un artículo de opinión en el Wall Street Journal, que muchos agronegocios están buscando asegurar a prueba de futuro sus cadenas productivas porque reconocen que “la manera en la que producimos nuestros alimentos y usamos nuestras tierras generan una destrucción masiva del medio ambiente … y [esto] está causando pérdidas devastadoras en el capital natural”. También indica que, en la columna positiva del balance, el valor económico que se crearía al transformar nuestro sistema alimentario sería de más de US$2.000 billones para el año 2030.
Como productor agropecuario mundial, América Latina está en mejores condiciones para allanar el camino el resto de este siglo, dados su capital natural y su potencial—todavía sin explotar—para aumentar la productividad en la próxima década. Dicho potencial ha sido calculado por la Global Harvest Initiative como uno de los más altos de cualquier región en el mundo y está en vías de satisfacer el 127% de la demanda regional de alimentos por medio del crecimiento de la productividad para el año 2030. En los últimos 60 años, los agricultores y ganaderos del continente han aumentado su contribución proporcional al conteo de calorías neto proveniente de agricultura a nivel mundial en más del 50%. A modo de ejemplo: América Latina es ahora el mayor exportador global de soja y productos de soja en el mundo, mientras que hace medio siglo el continente casi no producía soja.
Pero todavía queda mucho trabajo por hacer y mucho cambio debe ocurrir si América Latina va a cerrar la brecha de productividad para la seguridad alimentaria mundial en el corto plazo mientras que otras regiones —especialmente África y Asia— realizan las inversiones necesarias para asegurar sus propios futuros como productores de alimentos. En todo el continente, los productores y los agronegocios deben amplificar en gran medida el cambio hacia un enfoque de sistemas agropecuarios saludables.
Con miras en el largo plazo, un estudio citado en el exitoso libro publicado recientemente “Drawdown” calcula el rendimiento financiero a 30 años para las operaciones agropecuarias que invierten en varias técnicas agropecuarias saludables. Predice que el rendimiento de la inversión (ROI) a nivel mundial será 15 veces el monto invertido en la creación de sistemas silvopastoriles (los que combinan silvicultura con pastoreo y cultivos para conservar la salud y la capacidad productiva de la tierra), 18 veces por introducir la restauración de tierras cultivables, 33 veces por implementar técnicas agrícolas regenerativas y 56 veces por inversiones en prácticas agrícolas de conservación.
La ampliación de estas prácticas y técnicas en el sector agropecuario mundial podría reducir la brecha entre una mayor productividad y la optimización del ecosistema natural, a medida que se toma conciencia que en el contexto agropecuario son la misma cosa. Cada vez más, los recursos críticos se reconocen no solo como “tierra y agua”, sino como tierras cultivables saludables y que se regeneran, la capacidad productiva de las cuales se ve apoyada por los hábitats naturales y las cuencas circundantes. Y la vitalidad de esos recursos hará toda la diferencia en el mundo cuando se trate de la rentabilidad y el éxito de los cultivos y otros negocios agropecuarios en las décadas futuras.
En el balance final, no hay realmente perdedores en la ecuación que lleva a los sistemas agropecuarios saludables. La agricultura y la ganadería se vuelven más productivas y rentables y pueden mantener el ritmo de una creciente demanda mundial de alimentos. La tierra se restaura y se vuelve más sana, más fértil y más valiosa. Las áreas naturales y la biodiversidad se conservan y mejoran, mientras que la agricultura, con el tiempo, deja de contribuir al cambio climático—para servir como sumidero de carbono-- y por lo tanto ayuda a aliviar la amenaza existencial a la agricultura misma.
Y todo comienza con la lección que brinda la fábula de Esopo sobre la gallina: que si tratamos bien a nuestros recursos productivos críticos, nos prestarán servicio igual de bien por muchos años.
Artículo originalmente publicado en el blog “Global Food for Thought” del Chicago Council on Global Affairs